Para los que llevamos leyendo las crónicas de Roberto Merino durante años, el anuncio de su primera novela encendió nuestra atención. Se trataba de una espera acompañada de una pregunta que rondaba alrededor de su obra. De un tiempo a esta parte Merino se ha convertido en un cronista necesario y esencial. Observación y pensamiento encauzado en una prosa elegante y luminosa. Esa claridad iluminando por igual nuestro pasado y presente, con el foco en la ciudad de Santiago. En sus barrios, recovecos, calles y esquinas que a veces persisten y otras se han difuminado, siempre desde un punto de vista muy personal.
La pregunta o deseo, era ver como se encausaban los méritos del autor en un trabajo de largo aliento. Como se sostenían en la progresión dramática necesaria para la estructura de una novela, sea esta de ficción o auto ficción. Sabemos que la frontera entre géneros literarios hoy por hoy es casi mal vista, pero algo de esa definición sobrevive muda en nuestra necesidad de diferenciar lo que tenemos al frente.
«Pasos continuos» está estructurada en una serie de capítulos precedidos por el año que abarcan, desde 1964 hasta 1977, luego de un primer episodio donde Merino nos sumerge en la piel de su antepasado.
Después viene el recorrido del protagonista desde la niñez hasta la adolescencia. Una voz intima va dando a conocer el universo que habita. Ese mundo es el mismo al que nos tiene acostumbrado el autor, por donde se mueve como pez en el agua. Pero a diferencia de las crónicas, la observación y los recuerdos se reducen al punto de vista de un niño y luego de un adolescente.
Las primeras impresiones del niño Merino se concentran en el interior de la casa, en la familia directa, en las calles cercanas e inmediatas. Lo de adentro y lo de afuera. Las imágenes se suceden sin un orden cronológico. Se dejan caer, a veces cambiando de tema entre un párrafo y otro, estampas. Imágenes superpuestas, enmarcadas en una edad y un año, no sujetan a una trama.
La gracia esta en la calidad de estas imágenes, en el detalle acusado y en la voz que desde las primeras páginas busca un entendimiento con la realidad.
El aserrín esparcido sobre las baldosas de la panadería, los caballos en el centro de Santiago. La radio, las revistas y la televisión. La casona, los muebles, el frío y las estufas a parafina. La familia como centro gravitacional del hogar y el barrio que poco a poco comienza a extenderse calles más allá, a medida que el niño crece y así sus exploraciones por la ciudad.
Las tardes eléctricas, la flor de la pluma oscureciendo la luz de las estrellas. Los primos apareciendo y desapareciendo enigmáticamente. Las noches azules y el accidente del padre.
«Negro total del campo recién anochecido rayado por destellos plateados de luces de autos, pavimento resbaladizo, otras luces definidas amarillas, luces de sodio o cobalto o magnesio, brazos en cruz hacia los focos, padre inconsciente, pulmones flotantes»
Merino recuerda y proyecta a través de la imaginación lo sucedido. No se detiene demasiado en comprender a los demás. Los dibuja con certeza, pero a quien intenta comprender de verdad, es a él mismo. Y no lo hace por medio de pretensiones psicológicas, sino a través del rescate de detalles, a veces exquisitos, a veces pop y mundanos. Detalles en movimiento y en calma. Entusiasmo y aburrimiento.
A medida que el personaje crece, aparece también el deseo y la inconformidad de como se percibe a sí mismo. El año 1972, tal vez el mejor capítulo del libro, marca un cambio. De alguna forma se dilata el hambre del protagonista, la curiosidad por todo lo que le rodea, la velocidad de observación.
«Había manchas de aceite de auto en el asfalto, y yo seguía en la bicicleta las rayas centrales de alquitrán, de bordes irregulares. Era la alegría nocturna de la libertad, del despertar al mundo y a la individualidad»
«Creo haber sido, en una calle vieja, junto a una cortina metálica cerrada y un farol mortecino de 1972, por primera vez Roberto Merino, el individuo que suscribo hoy»
Tampoco se detiene a fondo o de forma analítica frente a los acontecimientos políticos. Están presentes junto a otros hechos que ocupan de igual modo la atención del protagonista, son atmosféricos. Está el desabastecimiento, las barricadas, el humo de los neumáticos, junto a la tristeza que le produce “Cartas amarillas” de Nino Bravo y la conmoción por el accidente de los rugbistas uruguayos en la cordillera.
No se detiene en política y estadísticas, más bien en lo doméstico y privado. El golpe de Estado se sitúa como incerteza y temor brillando en los ojos de los adultos. Y luego, durante los primeros años de la dictadura se percibe un efecto muy bien logrado. La vida se ralentiza, se vuelca hacia adentro, el toque de queda genera noches más oscuras: «como boca de lobo». Pero la vida sigue y el personaje continúa tejiendo sus retazos dispersos, sus deseos de encontrar el amor y un poco de reconocimiento.
Merino declaró hace poco en una entrevista que: “sostener una historia, retomarla, continuarla o sostener personajes, siempre me pareció muy fome”. Y así nos quedamos con el personaje a la deriva en un gris 1977, a pesar de los incisos finales, que no logran cerrar su destino en el libro.
Las memorias, las novelas en primera persona, los recuerdos de infancias y juventud se han transformado en una obsesión editorial durante los últimos años. Ejercicios de purgación y catarsis, un deseo de compartir lo que tenemos en común e identificarse.
Pero este libro resalta sobre la tendencia editorial, se la quita de encima y quizás sea el único en sobrevivir. Porque en el trabajo de Merino hay una intención artística y en sus mundos habitados no solo nos encontramos con él. Encontramos una ciudad que lo rodea y sostiene, hay una relación simbiótica entre ambos. La ciudad como personaje, donde la vida de ambos, inestable y movediza, a pesar de sus diferencias atómicas, fluyen en conjunto. Y la búsqueda de identidad y pertenencia que comienza el niño y luego adolescente Merino se materializan finalmente en el ejercicio de su escritura. En las páginas que acabamos de recorrer, en sus crónicas de cada semana. Ese es el lugar desde donde el autor perpetúa su exploración fragmentaria.
«Abrimos un poco más los ojos, enderezamos la espalda, percibimos la relación entre el chaleco, el cuello de la camisa y la piel del cuello. O la relación entre los ángulos de la ventana y la línea de la cuneta. O entendemos con una profundidad inusitada la presencia psicológica de la cordillera al fondo de una calle»
Ficha técnica
Penguin Random House.
202 páginas.